Mes: octubre 2019

Suelta al Chapito

«Así como en Culiacán, hay “posesiones” cotizadas que desatan infiernos ante los que es necesario ceder. Puedo recordar situaciones a las que, como el ejército, entré sin consideraciones, sin estrategia y sin prever el pandemónium incontrolable al que llegaría.»

No recuerdo cuando dejé de creer en Santa Claus ni lo que sentí al salir del error. Lo que sí recuerdo fue el día en que me confundí de noche de Reyes Magos y mi hija amaneció con árbol vacío. Entré en pánico al ver su rostro triste y confesé; supongo que no soy buena bajo presión. Aunque su respuesta fue que lo sospechaba, aún me dice que debí encontrar una forma más creativa para salir de la situación. Tenía cinco o seis años y, efectivamente, pude haber encontrado una explicación alternativa para mantener el mito intacto aunque sea un año más. Después hay pocas fantasías a las que podamos asirnos. 

Ya sea porque el budismo se puso de moda en occidente o porque el occidente necesita cada vez más la aproximación a la vida que el budismo propone, el “dejar ir” es parte del argot new age. Uno de los principios de la filosofía budista es que el desapego nos conduce a la libertad personal y al equilibrio emocional. Secundo ampliamente y afirmo que Don Buda sabía de lo que hablaba. Aferrarme es causa frecuente de mis humanos pesares y dolores y, sospecho, de los de millones personas más. La lista del apego es nutrida y nada trivial: relaciones, posesiones, expectativas, identidad, prestigio y el propio vivir. 

Dejar de tener metas o de amar es para las amibas. El desapego es algo aún más difícil: es confrontar el miedo a la pérdida. Yo habito el espacio entre los extremos de la amiba y de la iluminada. En este espectro hay inseguridades, ansiedades, tensiones y miedos derivados del miedo a perder. También hay conciencia acerca de estas reacciones y la intención de sobreponerme a ellas o, como mínimo, de no imponerlas sobre los demás. El segundo escenario suele ser el más frecuente. 

Hay muchas cosas escritas allá afuera acerca de dejar ir. Algunas frases me gustan tanto que las llevo en mí a manera de tatuajes invisibles. Estas  frases están llenas de sabiduría pero no comunican la zozobra, la ambivalencia y la urgencia asociadas con lo que a veces hay que soltar. Se nos note o no, dejar ir duele, enoja, frustra, intimida y atemoriza. Si lo expresamos en lenguaje emoji, dejar ir iría acompañado de muchas caritas llorando, caritas rojas de ira, bombas y explosivos.

A manera de menú de restaurante vegano, distingo cuatro tipos de actos de dejar ir.

El desapego Dalai Lama 

“La mayoría de nuestros problemas tienen sus origen en el apego a las cosas que de forma errónea creemos permanentes.”

Este es el desapego de categoría premium existencial. Implica vivir bajo la premisa contracultural de la impermanencia del ser y de los fenómenos. Dicho en palabras peatonales, esto quiere decir que nada es para siempre y que mucho de a lo que asignamos valor, en realidad no lo tiene en sí mismo. Así, impermanentes y fuera de nuestro control son los amores más sentidos, los estilos de vida, el prestigio y la salud.

El desapego Lao Tzu

 “Cuando dejo ir lo que soy, me convierto en lo que podría ser. Cuando dejo ir lo que tengo, recibo lo que necesito.”

La modalidad Lao Tzu nos obliga a la práctica cotidiana. Es el proceso que nos permite dejar atrás etapas, expectativas, trabajos, geografías y relaciones sin que sus sombras nos impidan entrar a vivir lo nuevo y lo diferente. Aquí cabe mucho y diverso, desde pérdidas torrenciales y digestión de desarraigos, hasta la aceptación gradual y digna de las arrugas.

El desapego Rebecca Solnit

“El secreto no es olvidar sino dejar ir. Y cuando todo se ha perdido serás rico en la pérdida.”

Rebecca Solnit nos da margen de maniobra. La memoria, en su perene variabilidad y plasticidad de interpretación, hace llevadero el dejar ir. A menos que una condición mental nos lo impida, la memoria mantiene y renueva lo que no permanece. Es por los recuerdos que estoy en desacuerdo con la inexistencia del pasado. El pasado es pasado cuando hay olvido, pero presente transmutado cuando se convierte en memoria.

El desapego tipo Chapito

Para este tipo de desapego no tengo una frase, sino la imagen de Culiacán en llamas.

Sin afán de frivolizar una situación claramente dolorosa y compleja, la imagen de la captura y posterior liberación del hijo del Chapo Guzmán me recuerda algunos dramas emocionales que deberían cerrar con desapego. Mal o bien decidido y a pesar de ser presa valiosa, al Chapito lo liberaron porque ardía la ciudad, porque no pudieron controlar el caos y porque había vidas en riesgo. Antes de que alguien salte por la referencia o por mi interpretación de ella, aclaro que no busco analizar a fondo la situación. Mi razón está del lado del estado de derecho y no de la interpretación política de la justicia que hizo el presidente. Solo quiero usar la imagen.

Así como en Culiacán, hay “posesiones” cotizadas que desatan infiernos ante los que es necesario ceder. Puedo recordar situaciones a las que, como el ejército, entré sin consideraciones, sin estrategia y sin prever el pandemónium incontrolable al que llegaría. Me aferré porque se trataba de algo valioso para mí y a costa de otras cosas igual o más importantes que el objeto de mi empeño, como el amor propio y la salud mental. En esos casos no se requiere mayor filosofía budista, solo hay que soltar al Chapito y seguir adelante.

No aspiro a ser amiba ni estoy cerca del Nirvana de la iluminación. Practicar el desapego me es difícil; mis Santa Claus son robustos y se resisten a perecer. Lo que me consuela y da valor es pensar que la práctica del desapego me acercará cada día más a uno de los pocos territorios posibles: el aquí y el ahora. Lo que queda atrás queda adentro y, como dijo Rebecca Solnit, me hace rica en la pérdida.

Así que, a soltar al Chapito.

Las pocas sílabas

Solo la poesía nos implica.

Ursula Le Guin

Sentir que estoy constantemente ocupada ocupa un sitio estelar en la lista de mis cosas menos favoritas. No obstante que me encanta mi trabajo, la sensación despertar-trabajar-comer-trabajar-dormir-despertar sin tregua lesiona mi salud mental. Es difícil articular las razones por las que la excesiva productividad me afecta así. Es como si el tiempo se convirtiese en una rueda para hámster en la que troto sin cesar, pero sin ir a alguna parte; por lo menos no hacia alguna parte que me llene del todo.

Aunque hay rachas de carreras en la rueda, me he construido flexibilidad y tiempo libre en el trabajo. No siempre fue así. Solía ser tan workaholica que estuve en mi oficina hasta dos horas antes de que naciera mi hija y firmé cheques y atendí otros asuntos una semana después. Decirlo me hace una mujer contemporánea, haberlo vivido fue absurdo. Cada quien es diferente; en mi caso, no poner límites tuvo el tipo de consecuencias que hacen que uno modifique hábitos y prioridades. Ahora cultivo y defiendo ferozmente pausas y rincones de quietud que me dan la posibilidad de bajarme de la interminable cinta, de recuperar la noción del tiempo y de sondear otras formas de ser y de estar. Leer poesía es uno de mis “rincones” predilectos. 

El gusto por la poesía inició cuando era niña y mi madre me regaló lo que debe ser una de las ediciones más humildes de libros en el país. Era un compendio de poesía mexicana que compró en algún puesto de terminal de autobuses. No puedo decir que comprendí o que aprecié todo su contenido, pero sí que la cadencia de algunos de los poemas me marcaron profundamente. Desde entonces, el tejido cuidadoso de las palabras en algunos poemas y la armonía que se crea entre ellas se acompasan con mi respiración y me serenan. Esa combinación hace que el momento adquiera una elasticidad diferente y que el tiempo me trate en igualdad de términos. 

La poesía responde a una necesidad que encuentro difícil satisfacer por otras vías. A menos que se trate de un plato con chilaquiles o de una injusticia, casi todo en la vida me parece inasible y arduo de detallar. Inaprensibles me parecen los sentimientos, la belleza y hasta la medida de mi existencia.  Me parece que se desvanecen y pierden algo de su autenticidad al mirarles de frente y tratar de representarles con palabras. Solamente el lenguaje de la poesía parece describir adecuadamente y asir desde adentro lo que alcanzo a rozar por instantes. 

La ciencia y la lógica pueden explicar las cosas pero, como dijo Ursula Le Guin, solo la poesía nos implica. A través de poemas puedo interiorizar, dotar de palabras y penetrar emociones y conceptos que, de otra forma, encuentro inasibles al entendimiento. Ya que carezco de fe en el sentido religioso de la palabra, hasta la idea de Dios me parece asequible a través de la poesía. Así, interiorizo mis pérdidas con Elizabeth Bishop, hago mío el bosque con Mary Oliver, comprendo y me comprometo con E.E. Cummings, asimilo un color de piel que no es propio con Audre Lord, comprendo la dimensión del dolor con César Vallejo, confronto tristezas con Sylvia Plath, y con Wislawa Szymborska me sujeto a la vida y no me suelto de ella.

James Baldwin dijo que los artistas son historiadores espirituales. Tiene razón. Así como la historia nos ayuda a ver más allá de las circunstancias inmediatas, un poema nos permite transcender la percepción individual y acceder al inventario emocional de la condición humana. A través de la poesía enlazo preguntas abiertas, las pequeñas dichas y heridas con las de poetas que vivieron antes que yo y con las de quienes habitaron o habitan entornos aparentemente diferentes a los míos. No sé si mi realidad entra en el poema o si el poema penetra la mía. Solo sé que salgo de su lectura con un sentido más claro, paradójicamente íntimo y unánime, de mi experiencia.

La poesía no es para los selectos y exquisitos; es de todos y es de nadie. Por eso me gusta tanto que el ancla de mi experiencia en la poesía haya sido aquel libro sin pretensiones, comprado en el quiosco de una muy sencilla estación de autobuses. Me gusta también pensar que, desde entonces y sin ser poeta, habito los universos de las pocas sílabas que son los poemas. En estos universos, como dijo Octavio Paz, sin moverme me quedo y me voy, disipo el instante y me convierto en pausa del maratón de mis prisas.

Con la fiesta adentro

“…no tomé el micrófono pero sí que lo hice en mi mente y rendí el debido tributo a los muertos, a los vivos y a la ebria concurrencia.”

A Emilia, mi hija, le gustaba ir a la feria. Pedía subir a todos los juegos mecánicos y, sin importar la velocidad, mantenía la misma expresión en su rostro. Recuerdo un día en que, a bordo de uno de esos autos coloridos que giran una y otra vez sobre su eje, ella veía fijamente al frente mientras el resto de las niñas y niños sonreían y saludaban a sus respectivos progenitores. Solo ella, de apenas tres años, mantenía el rostro serio mientras pasaba frente a mí. Años después, al recordar juntas la fase de los juegos mecánicos, me dijo que en su cerebro ella gritaba y aplaudía por la emoción a bordo de los juegos. La comprendí sin problema porque suelo ir por la vida vitoreando por dentro o cuando pocos me ven.

Este recuerdo me vino a mente hace algunos días en un bar de karaoke. Era mi cumpleaños y, en el más bello estilo bola de boliche de Homero Simpson, el bienquisto me propuso celebrarlo así con amigos. Él canta maravilloso y una de las personas que nos acompañaban también. A mí me situaban en las últimas filas de coros escolares para que no se notara que desentonaba ni afectara los gorjeos de coristas con mayor fortuna musical. Sobra decir que no tomé el micrófono pero sí que lo hice en mi mente y rendí el debido tributo a los muertos, a los vivos y a la ebria concurrencia. Sin aplausos ni falso-Mijares vitoreando, canté lo mío y me divertí como la que más. ¿Cambia algo el que yo cantara e interpretara por dentro en lugar de por fuera? No para mí pero, he aprendido, que sí lo hace para los demás.

Parte del proceso de conocer y abrazar mi personalidad ha sido comprender que mi molde y forma de conducir en la vida no son los más populares. No lo digo solo porque el mestizaje me falló al no dotarme de entonación y ritmo, sino porque funciono en los caminos de la introversión. Soy social, me gusta estar con personas, soy platicadora, pero las multitudes no me energizan y no requiero de salir tanto como otras personas lo hacen. Mi cuerpo, por otra parte, nunca ha sido muy apto para la fiesta. No puedo con el exceso de alcohol, me cae fatal desvelarme y le faltan varias rayitas al volumen de mi voz. Dicho en otras palabras, mi fisiología y estilo de diversión suelen no estar a la altura de las circunstancias.

Tener una naturaleza callada en un mundo ruidoso y sin tregua social tiene sus asegunes. Hace solo pocos años que supe que la suma de algunos de mis rasgos de carácter se llaman introversión. Me sirvió leer un libro titulado Quiet (El poder de los introvertidos en un mundo incapaz de callarse), escrito por Susan Caine (su Ted Talk es fantástico y tiene la opción de poner subtítulos en español). Me sentí reflejada en las historias del libro y, como en el caso de los temas de género, comprendí que muchos de los compromisos que hago para adaptarme al mundo laboral son en respuesta a la generalizada subvaloración que existe acerca de los introvertidos. Hay un sesgo occidental hacia las personas alfa, ruidosas, asertivas y gregarias del que es difícil escapar. Las voces calmas y personalidades menos dominantes no se reconocen en automático como las creíbles, atractivas y de peso. En el mundo de adolescentes y personas jóvenes hay un repertorio amplio de epítetos de baja monta social para etiquetar la introversión.

Si las estadísticas son correctas y un tercio de la población mundial tiene rasgos de personalidad introvertida, entonces es momento de que nos eduquemos mejor en la convivencia con el 33%. Lo primero es no caer en clichés y mitos; la introversión no es un rasgo índigo, ni es una carencia social. Tampoco es sinónimo de timidez; es una forma de reaccionar a los estímulos del mundo y de manejarlos. Los extrovertidos recuperan energía alrededor de personas; los introvertidos lo hacemos de formas más calladas, solos o con quienes nos sentimos en confianza. Los extrovertidos organizan y animan la fiesta; los introvertidos solemos llevarla dentro. Ni unos más, ni los otros menos; solo somos diferentes.

Un rasgo central de la introversión es que tenemos una mayor necesidad de estar a solas y en grupos pequeños. Después de interacciones sociales necesitamos tiempo en calma para recargar la batería. En culturas como la mexicana este rasgo tiene consecuencias laborales y sociales. Aquí, después de conferencias y talleres ocurren las “otras reuniones,” las nocturnas, en las que se crea confianza y se cierran alianzas al ritmo de mezcales, tequilas y sobremesas eternas. Aunque no asistir suele ir en contra de mis intereses laborales, ya hice paz con el hecho de que mi prioridad es dar descanso al cerebro cuando así lo requiere. El tiempo que los introvertidos requerimos a solas no es sinónimo de indiferencia o de aislamiento. Sin tiempo a solas es difícil ser lo que se es y se desea ser alrededor de los demás.

El momento karaoke me hizo pensar que, quizá, como en el recuerdo de Emilia, no se me notan las emociones como las siento. Tal vez tampoco es evidente lo mucho que disfruto estar cerca de personas aunque no asista a los posteriores mezcales en grupo. La verdad es que vivo con júbilo mis administrados momentos sociales porque me conozco y honro mis necesidades de quietud. Y, aunque a veces parezca que voy por la vida viendo al frente en mi carrito de feria, quiero que mi epitafio diga lo que, como en mi cumpleaños, posiblemente mi rostro no expresa: Gracias, lo pasé divino.

Hilos sueltos

«Imagino las preguntas personales como hilos o tejido suelto que asoman del lienzo gradual que es mi vida. Algunos hilos se sueltan del tejido que creía rematado y otras simplemente sobresalen de la orilla por tejer.»

Soy usuaria frecuente de podcasts y uno de mis favoritos es On Being, de Krista Tippett. Son conversaciones con personas fascinantes y su contenido semanal –aunque puede resultar lejano en su aproximación cultural- no deja de engendrar reflexiones. Además de la entrevista en turno, saboreo el estribillo que agradece a los patrocinadores y me gustaba, en particular, cuando se daba crédito a un fondo dedicado a financiar “las grandes preguntas” (lo digo en pasado porque lo dejaron de mencionar recientemente). Sonreía al escucharlo porque me alegra saber que hay personas y grupos dispuestos a destinar recursos para responder colectivamente a preguntas del tipo ¿Quiénes somos y porqué estamos aquí?

Hace algunos días, al ver el papelito de la fotografía asomando de la libreta de notas, recordé cuánto y porqué disfruto el podcast y el estribillo. El papelito esperaba el momento de ser usado para formular preguntas a panelistas de la reunión en la que participaba, pero me causó gracia que parecía dirigirlas a mí. Ver el cuadro me hizo pensar que cada entrada de este blog es, en esencia, una respuesta a preguntas que me hago. No son “las grandes preguntas” de la humanidad, pero son preguntas relevantes para mí: ¿Porqué siento ésto? ¿Porqué reacciono así? ¿Porqué otras y otros actúan de X ó Y forma? ¿Hacia dónde voy?

No tener tiempo para pausar, formular y rumiar preguntas me parece una forma de pobreza individual y colectiva. Pese a que mi aseveración podría resultar ociosa y elitista al lado de las muy difíciles dimensiones de pobreza que viven millones de personas, creo genuinamente que no es así. Mientras que comida, cobijo, salud, educación y afectos son parte de la canasta básica de la humanidad, intangibles como el conocimiento y la comunicación sazonan y potencian la vida. 

Aunque tengamos disposiciones disímiles hacia la introspección, todos llevamos interrogantes no resueltas en nuestro interior y ganas de responderlas. Más interrogantes aún tenemos a nivel de nuestros vecindarios, comunidades, países y sociedad global. Las preguntas no formuladas pueden desarrollar trompa y convertirse en elefantes que habitan las habitaciones de la vida cotidiana y de las relaciones.  

Tener tiempo, espacio y recursos para identificar preguntas, compartirlas, ponderarlas y proponer respuestas no es solo tarea de filósofos, psicólogos, esotéricos, sociólogos o intelectuales públicos. En lo individual, cada quien elije sus qués, cómos y cuándos; lo primordial es asumir nuestro papel de Sócrates residentes y aplicar la mayéutica griega en nuestras vidas. Como implica la etimología del concepto, el caso es usar a las preguntas como asistentes del parto de nosotros mismos y de las sociedades (sean sociedades de dos o de dos millones). A nivel colectivo, las grandes y pequeñas preguntas pueden y deben hacerse a través de diversas lógicas, formas de expresión e interpretaciones del mundo; no es posible de otra forma llegar a respuestas que se comparten y se expresen a través del cambio social.

Imagino las preguntas personales como hilos o tejido suelto que asoman del lienzo gradual que es la vida. Algunos hilos se sueltan del tejido que creía rematado y otros sobresalen de la orilla por tejer. Las respuestas que aventuro son la trama del telar. Éstas suben y bajan a través de los hilos que sobresalen y añaden extensión y colores al lienzo en proceso. Si mi bien amado tiene razón y hay que “amar la trama mas que el desenlace,” entonces habrá que seguir tejiéndola sobre preguntas y amarla; me gusten o no las respuestas.