Mes: noviembre 2019

Que no se hunda el barco

“Mi experiencia de llegar y empezar a vivir los temidos 50s no asume el hundimiento del barco de ser cincuentona, ni se parece al prototipo Lâncome de belleza y luminosidad fotoshopeada de Julia Roberts. Mis cincuentas son leales a su cifra; ni son nuevos cuarentas, ni anticipados ochentas.”

Anoche cené con una amiga querida; ella tiene 26 años y yo 51. Mientras platicábamos acerca de temas y preguntas que solo se comparten con el círculo más íntimo, no dejaba de sorprenderme el flujo, conexión y empatía que encuentro en alguien que podría ser mi hija. Fue ella quien un día dijo que ambas tenemos 26 y 51 cuando estamos juntas. Es cierto. La amistad nos instala en un territorio cronológico común en el que edades coexisten y permutan al mismo tiempo. Me sucede lo mismo con un amigo que supera los 80 años y con mi amiga más joven, de seis años. Si la edad es tan relativa y maleable en nuestra vida interior y en las interacciones significativas ¿porqué lo es menos en nuestros prejuicios y a nivel social?

Llegar a los 50 es un umbral al que temía. Parte de mi temor estaba fundamentado en arquetipos y prejuicios sociales y laborales acerca de la vigencia, de la belleza y de los cambios en actitud que la edad conlleva. La experiencia suena bien en la teoría, pero la edad que la hace posible puede ser hándicap en el mercado laboral. En lo personal, esta década tiene también sus retos. He escuchado a hombres y mujeres decir con sinceridad que preferirían no relacionarse sexual o amorosamente con “cincuentonas.” La preferencia no me sorprende; la palabra misma tipifica y resuena con otras “onas” marcadas con la letra escarlata en el idioma español (ej., solterona y gordinflona). ¿No es curioso como algunas palabras se bastan a sí mismas para contar una historia? Cincuentona es una de ellas. La palabra narra una historia de fronteras negativas que, aunque en proceso de cambio, aun resuena y permea. 

El arquetipo de las cincuentonas coexiste con una narrativa reivindicatoria en la que “cincuenta son los nuevos cuarentas” y ser “oldie” tiene su cara “cool.” La mujer del nuevo estereotipo es más Monica Bellucci que Libertad Lamarque y vive más exitosa, asertiva y cachonda que nunca. El mito de la mujer plena de “cierta edad” que desafía a las hormonas y a la gravedad es tan optimista como elitista y comercial; sienta parámetros difíciles de alcanzar y que requieren de miles de pesos mensuales untados e inyectados en la piel, en cuotas de gimnasio y en ropa favorecedora. Sobre todo, me parece que el nuevo ideal impuesto demora un proceso que, de propio, tomará largo tiempo y profundo trabajo emocional: aprender a envejecer con dignidad.      

Mi experiencia de llegar y empezar a vivir los 50s no admite el hundimiento del barco de ser cincuentona, ni se parece al prototipo Lâncome de belleza y luminosidad fotoshopeada de Julia Roberts. Mis cincuentas son leales a su cifra; ni son nuevos cuarentas, ni prematuros setentas. Esta nueva década me recibió con mejor salud mental que las etapas que la precedieron, con mayor curiosidad y con creatividad dando codazos para salir. También me recibió con cambios pre menopáusicos poco estéticos e incómodos, con pesadumbres asociadas a mi identidad profesional y con un enfoque hacia la vida que no siempre tiene la serenidad y sabiduría dignas de la edad.

Renunciar a vivir al margen de narrativas imperantes o emergentes no es tarea fácil. En mi caso, empezar a vivir los 50s con apertura, confianza y ligereza está requiriendo habilidades básicas de jardinería: desenraizar ideas preconcebidas y cultivar impresiones propias. Voy descubriendo gradualmente que abrazar los cambios físicos y las preguntas existenciales que acompañan a esta etapa precisan de una buena dosis de conciencia, realismo y valor. Allá afuera hay estructuras sociales, prejuicios y conductas que afectan la forma en que se me ve y trata; nada de eso está bajo mi control. Lo que está en mí es vivir mis 50s como realidad individual y no como sombra o proyección de lo que me dicen que es.

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Un paso a la vez

«Lo que hasta hace poco fue brazada a brazada, hoy es un paso a la vez.»

Hace tres años me mudé a la Ciudad de México. Llegué aquí después de haber vivido más de dos décadas al lado del mar. Me equivoqué al creer que la transición tendría sus empellones; en realidad, el cambio fue terso y orgánico. Me adapté a la ausencia del océano como me he adaptado también a vivir lejos de la hija: con ambos omnipresentes en su ausencia.

Redescubrir mis pasos ha sido un resultado inesperado de la transición. Sin automóvil ni temperaturas extremas, regresé a usar mis pies como método favorito de transporte y como estilo de vida. Me gusta caminar. Al hacerlo no solo me traslado del punto A al B, sino que ocupo la ruta. Así es como me he instalado gradualmente en este entorno que, aunque familiar de origen, es también inédito. Vivir las calles a pie no solo hace mía la ciudad, sino que me libera de la rutina y de la convención. Sin tacones que den carisma o centímetros adicionales a la presencia, camino con los pies firmes en la tierra, sin pretensiones y con el ánimo dispuesto hacia el mundo. 

No importa la modalidad de atención con la que camine, encuentro quietud y conexión en los trayectos. No hay camino sin reflexión que lo acompañe, ni ruta sin intercambio de sonrisas, miradas curiosas o palabras con personas extrañas. Al ritmo de mis pasos revisito momentos, escribo en la mente, proceso emociones, resuelvo situaciones y crezco. También al ritmo de mis pasos interiorizo diferencias y similitudes con quienes me rodean. Ellas, ellos y yo caminamos invisibles, transitorios y presentes al mismo tiempo. 

Las calles me recuerdan constantemente que la creatividad no es dominio exclusivo de artistas y de exquisitos. Hay una plástica y literatura callejeras, fluidas y democráticas, con las que interactúo y me conmuevo en igual medida que lo hago con libros, museos y galerías. La creatividad allá afuera es mayúscula y se aprecia mejor a pie. Los grafitis son la versión más patente de ocupación de las calles por la estética e inventiva, pero hay muchas más expresiones de profundidad, belleza y talento. Mi favorita son los fragmentos de poesía sembrados a lo largo y ancho de la ciudad en la forma de pintas, aceras y papelitos pegados en muros y postes. También favoritas son las expresiones de amor y los epílogos filosóficos escondidos públicamente en la ciudad a manera de galletas de la fortuna.

Las mejores caminatas son las que se hacen sin rumbo fijo. La ruta la define el capricho, el ángulo de la sombra en turno y la distribución aleatoria de aquello que captura la atención. Caminar se convierte entonces en paseo y las calles se transforman en Walden de concreto. Aunque amo la naturaleza como Thoreau, creo que se equivocó al creer que los hechos esenciales de la vida solo se enfrentan en caminatas en el bosque. Las calles y sus azares también se viven deliberadamente y propician la contemplación. 

Suelo decir que una vez oceánicas las personas siempre serán oceánicas. Sé que yo lo soy. Confío en que la misma lógica aplicará gradualmente a mi condición de caminante urbana. Me gusta pensar que, esté donde esté y tenga la edad que tenga, los pasos que doy ahora permanecerán en la forma de hábito y de memoria. Lo que hasta hace poco fue brazada a brazada, hoy es un paso a la vez.

Cuando soy la enemiga

Hace algunos años me invitaron a un desayuno de trabajo. Por retraimiento o por confianza en quien me invitó, no hice preguntas acerca del propósito, ni de los participantes. Solo sabía que se trataba de un grupo pequeño en el que platicaríamos acerca de nuestra ciudad. Llegué de buenas y con hambre, repartiendo sonrisas a los pocos asistentes. Entre ellos estaba un caballero que era dueño de un desarrollo turístico criticado y legalmente cuestionando por grupos de conservación del ambiente. Una vez que el café tuvo su necesario efecto en mi capacidad de percepción, noté la animadversión y la evidente incomodidad del hombre. Con los años se me ha hecho natural poner atención al lenguaje verbal y no verbal de las situaciones. El suyo era un lenguaje corporal de tensión que me pareció incomprensible, pues era la primera vez que hablaba con él. Hice lo que suelo hacer bajo este tipo de circunstancias: centré una buena parte de mi atención en él, traté de tener una lenguaje corporal abierto y hacer preguntas que me ayudasen a comprender la razón de su incomodidad.

El caballero cambió gradualmente su actitud conforme avanzó el desayuno. Quiero creer que mi conducta abierta y, más aún, la habilidad del anfitrión para propiciar una conversación franca lo hicieron posible. Solo entonces comprendí que, en su mente, yo era la enemiga. Sin entrar en detalles o en juicios de valor acerca de su proyecto, entendí el alcance de su frustración y enojo ante lo que, para él, era injusto. Sin importar el hecho de que nunca participé en acciones relacionadas con su proyecto, me identificaba como parte de lo que, en su opinión, era un grupo radical de opositores del desarrollo. Habló animadamente de “nuestros” conflictos, de la polarización de nuestros respectivos bandos y de sus sospechas acerca de los intereses que “los otros” defendemos. Su generosidad al destapar su animadversión me permitió hacer lo propio y hablarle acerca de mis impresiones. Resultó que el propósito del desayuno era justo ése: sentar a los polos a platicar. Se trataba de una especie de cateo experimental de propósitos compartidos que, tras la conversación, descubrimos. Nos despedimos como amigos y, me alegra decir, nos saludamos y platicamos varias veces después de aquel encuentro.

Recordé esta historia hoy tras presenciar un grupo de enfoque con mujeres que trabajan en la pesca. Lo recordé porque me sentí identificada al escucharlas. Nuestras vidas son diferentes y hemos estado en lados opuestos de posturas. No obstante, yo deseo para el océano y para su comunidad lo mismo que ellas desean. Algunas de las hoy presentes participaron hace años en una álgida manifestación en contra de algo promovido por mí y que implicó cambios en la forma de trabajo de sus esposos, hermanos y amigos. Tengo el recuerdo claro de una de ellas, la más vocal, blandiendo un palo frente a mi rostro. Hoy, mientras la observaba y escuchaba hablar del pasado y del futuro de la pesca, me pude ver a través de sus ojos. Ellas tuvieron sus motivos para protestar y amenazar y yo los míos para promover y continuar a pesar de las protestas.

Es fácil tener posturas y no lo es tanto el abrirse a comprender las de los demás. Quedarse en el papel de la enemiga requiere menos energía y trabajo. No es ilógico tomar el palo y blandirlo ante quien nos amenaza, especialmente cuando los contextos e intereses parecen diferentes; tampoco es ilógico cerrarse a comprender tras los palazos. La lógica de la ecuación se pierde cuando ambas partes pierden al hacerlo. Lo que hizo mi amigo en aquel desayuno fue romper el círculo vicioso de la percepción distorsionada del otro y lo hizo a través de dos herramientas de bajo costo: la conversación y el trato.

Supongo que, como en las dos historias, allá afuera hay otras personas que me consideran en abierta oposición a sus intereses. Y es posible que así sea. Solo espero que antes de disponerse a obsequiarme con palazos me obsequien la oportunidad de comprenderles y de que me comprendan. Sea o no la enemiga, nadie pierde con una conversación y con un buen desayuno enfrente.