Un paso a la vez

«Lo que hasta hace poco fue brazada a brazada, hoy es un paso a la vez.»

Hace tres años me mudé a la Ciudad de México. Llegué aquí después de haber vivido más de dos décadas al lado del mar. Me equivoqué al creer que la transición tendría sus empellones; en realidad, el cambio fue terso y orgánico. Me adapté a la ausencia del océano como me he adaptado también a vivir lejos de la hija: con ambos omnipresentes en su ausencia.

Redescubrir mis pasos ha sido un resultado inesperado de la transición. Sin automóvil ni temperaturas extremas, regresé a usar mis pies como método favorito de transporte y como estilo de vida. Me gusta caminar. Al hacerlo no solo me traslado del punto A al B, sino que ocupo la ruta. Así es como me he instalado gradualmente en este entorno que, aunque familiar de origen, es también inédito. Vivir las calles a pie no solo hace mía la ciudad, sino que me libera de la rutina y de la convención. Sin tacones que den carisma o centímetros adicionales a la presencia, camino con los pies firmes en la tierra, sin pretensiones y con el ánimo dispuesto hacia el mundo. 

No importa la modalidad de atención con la que camine, encuentro quietud y conexión en los trayectos. No hay camino sin reflexión que lo acompañe, ni ruta sin intercambio de sonrisas, miradas curiosas o palabras con personas extrañas. Al ritmo de mis pasos revisito momentos, escribo en la mente, proceso emociones, resuelvo situaciones y crezco. También al ritmo de mis pasos interiorizo diferencias y similitudes con quienes me rodean. Ellas, ellos y yo caminamos invisibles, transitorios y presentes al mismo tiempo. 

Las calles me recuerdan constantemente que la creatividad no es dominio exclusivo de artistas y de exquisitos. Hay una plástica y literatura callejeras, fluidas y democráticas, con las que interactúo y me conmuevo en igual medida que lo hago con libros, museos y galerías. La creatividad allá afuera es mayúscula y se aprecia mejor a pie. Los grafitis son la versión más patente de ocupación de las calles por la estética e inventiva, pero hay muchas más expresiones de profundidad, belleza y talento. Mi favorita son los fragmentos de poesía sembrados a lo largo y ancho de la ciudad en la forma de pintas, aceras y papelitos pegados en muros y postes. También favoritas son las expresiones de amor y los epílogos filosóficos escondidos públicamente en la ciudad a manera de galletas de la fortuna.

Las mejores caminatas son las que se hacen sin rumbo fijo. La ruta la define el capricho, el ángulo de la sombra en turno y la distribución aleatoria de aquello que captura la atención. Caminar se convierte entonces en paseo y las calles se transforman en Walden de concreto. Aunque amo la naturaleza como Thoreau, creo que se equivocó al creer que los hechos esenciales de la vida solo se enfrentan en caminatas en el bosque. Las calles y sus azares también se viven deliberadamente y propician la contemplación. 

Suelo decir que una vez oceánicas las personas siempre serán oceánicas. Sé que yo lo soy. Confío en que la misma lógica aplicará gradualmente a mi condición de caminante urbana. Me gusta pensar que, esté donde esté y tenga la edad que tenga, los pasos que doy ahora permanecerán en la forma de hábito y de memoria. Lo que hasta hace poco fue brazada a brazada, hoy es un paso a la vez.

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