La otra orilla

Tiendo a ser agudamente consciente de la diferencia. Las mujeres de la comunidad indígena con quienes compartía el camión de pasajeros cuando era niña fueron algunas de mis maestras, así como las mujeres genética o cosméticamente europeizadas que llegaban a mi colonia los fines de semana. Mi cerebro es propenso a observar e interiorizar detalles y conductas. Por eso, no exagero al decir que absorbí los atuendos, tonos de voz, aromas y movimientos corporales de esas mujeres. Las unas, vestidas con abiertos huipiles azules ceñidos en la cintura, llenaban mis recorridos a casa con palabras incomprensibles y con olores incisivos de calor Morelense. Las otras, delgadas y vestidas con colores claros, ocupaban los jardines y piscinas con sus pláticas dejando tras sí coletazos de perfume que ofendían a mi nariz. Ambos tipos de mujeres eran tan lejanas y diferentes entre sí como lo eran de las mujeres variopintas de mi familia. Las vidas de todas ellas discurrían en un mismo espacio geográfico, pero incomunicadas por cauces que parecían innavegables.

¿Nos ocurre a todos? Hasta hace poco, mi identidad se alimentaba de la conciencia de la diferencia y de la intención de marcar distancia con algunas de sus vertientes. Es decir, yo era porque no era la otra ni lo otro. El mundo y mi posición en él se hacían inteligibles en la medida en que podía tipificar personas y condiciones a mi alrededor y crear una distancia de ellas. En otras palabras, creo que me reconocía y justificaba en la medida en la que me separaba y enajenaba de otros, incluso de mi familia. La distancia me definió en aspectos que me gustan, como apreciar la diversidad, mi actitud hacia la independencia económica y mi manera de ser mujer haciendo caso omiso de pautas sociales para serlo. El otro lado de la moneda es que la distancia creó la falsa impresión de extrañamiento.

A diferencia de las distancias físicas, las distancias entre identidades existen en la medida en que las percibimos. Hay 350 metros entre mi departamento y la cafetería en la que escribo ahora, pero podría no existir una distancia real entre la forma en que la mujer sentada en la mesa de al lado y yo experimentamos algunos aspectos de la vida, como el amor y el dolor. La pluralidad existe, sí, pero coexiste con la unidad. Los otros son diferentes a mí y yo soy “otra” para ellos; sus perspectivas y formas de vivir la vida están ahí, distintas a la mía. Lo paradójico es que, al rascar un poco más, lo que suelo encontrar del otro lado se parece y resuena con lo que está en mí.

Amar es campo de práctica del respeto a la otredad y del simultáneo encuentro de unión. Tanto la hija como el bienquisto son individuos diferentes a mí y con quienes tengo una conexión profunda. Sería más fácil tener ese tipo de conexión e implicaría menos vulnerabilidad el relacionarme con quienes ven y abordan la vida como lo hago yo, pero ninguno de los dos lo hace. Ambos son distintos a mí y son parte de los“otros.”Amarles es, en parte, construir y nutrir puentes que comuniquen nuestras otredades, desdibujen la dualidad o nos conecten aún en la diferencia. ¡Voilà! Distancia y comunión al mismo tiempo.

Tengo la impresión de que crecer es algo más que envejecimiento celular. Sospecho que una va ganando la capacidad de ser otros y estar en otras partes, además de en una misma. El amor es un atajo, pero hay necesarios caminos complementarios como la curiosidad, la empatía, la simpatía, la alteridad y la comunicación afectiva. Si lo que entreveo es cierto y puedo hacerlo crecer, entonces estoy frente a algo extraordinario, emocionante y que deseo profundamente: la posibilidad de tocar la otra orilla.

Para Héctor

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Un comentario en “La otra orilla

  1. uy! que bello. Gracias Gaby, me encantó el camino por el que nos llevaste para entender que, tal vez, una no tiene que escoger o decidirse por supuestos opuestos, si no poder «ver» que ambos son caras de la misma moneda. Sabemos que algo es frío por que conocemos lo caliente…que mundo mas interesante! abrazo

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