Una carta de amor y una canción desesperada

Hoy es el Día Internacional de los Océanos. A veces olvido que estudié Biología Marina porque la vida me ha permitido marchar hacia la interdisciplinariedad y diletantismo que mejor reflejan mi personalidad. Mi vida laboral se alejó de la diligencia que requieren las ciencias marinas exactas y transcurre en los malabarismos sociales, políticos, económicos y legales que se requieren para reconciliar la salud de los mares con las actividades humanas y el bienestar de las personas.

Cuando una comparte que es bióloga marina u oceanóloga, algunas personas tienden a imaginar estilos de vida de aventura e impráctico glamour. No lleno el estereotipo, así que dejé de presentarme como tal. No soy dueña de una embarcación y me desmayo al bucear, pero llevo en mí al mar como si fuera uno de mis órganos. Ese es el asunto con el mar: se te filtra y una pasa el resto de sus días sonando a olas y con sardinas nadando en el interior. 

He pensado en el mar, en los ríos y en los bosques durante estos días de confinamiento pandémico en un departamento de ciudad. Aquí no hay mar que reste viscosidad a las horas, ni río que mantenga su dignidad hídrica intacta. La redención de las calles a mi alrededor son los árboles que dan fe de que la primavera no transcurrió en vano. No me quejo. Me gustan esta ciudad y sus bravatas, pero extraño el mar como se extraña a un ser querido cuya ausencia se nota, aunque no se sufra. 

La añoranza de mar trajo a mi mente algo que leí en un libro de Rebecca Solnit (Una guía sobre el arte de perderse). Ella me recordó que el color azul es luz que se pierde. Viaja desde el sol hacia la tierra y se dispersa entre las moléculas de aire y agua. El agua del océano, de sí transparente, se llena de esta luz y se viste de azul. Lo mismo ocurre con ese tono especial de azul que vemos en el horizonte distante y que parece reunir a la tierra con el cielo. Ya que el azul tiñe aquello que no podemos alcanzar, hace sentido que las emociones de la nostalgia y anhelo se sientan en tonos de este color. Como dijo Rebecca, el azul es el color del lugar donde no estamos y el del lugar en el que nunca podremos estar.

Mi azulada necesidad de agua, sal y bosque me cae bien. Me cae bien porque me  devuelve algo que soy y siento desde que tengo memoria. En el quinto piso de la vida y en este departamento de la Ciudad de México soy aún la niña que adornó la recámara con su colección de hojas y rocas, la adolescente que huyo al mar a los 17 años, la mujer que reunió una amplia colección de timbres postales con plantas y animales del mundo, la interesada en áreas naturales protegidas, la admiradora de las personas que trabajan en la pesca y la persona que, absolutamente siempre, se sentirá mejor en el instante en que su cuerpo toca el agua marina. 

Solía pensar que los días internacionales de nada sirven. Tal vez sea así. Pero, tratándose del día en que se celebra el extraño, rico y bellísimo espacio azul, no puedo evitar llenar mis pulmones con un suspiro que absorbe oxígeno marino, escribir esta carta de amor y entonar una canción desesperada para que otras personas y mi país volteen hacia el mar.

Fuente: British Library (https://www.flickr.com/photos/britishlibrary/)
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2 comentarios en “Una carta de amor y una canción desesperada

  1. ¿Qué tendrá el mar que nos enamora a casi todos?
    Yo todavía recuerdo la primera vez que lo vi y lo mucho que impresionaron sus olas.
    Y después de años de vivir cerca del mar sigo agradeciendo cada día que la brisa me despierta con su olor a sal.

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  2. Gracia Gaby,
    por hacerme reír y soñar con tus letras es increíble quien te lee, inmediatamente esta uno imaginando lo que describes… en tu relato
    abrazos

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