Que no se hunda el barco

“Mi experiencia de llegar y empezar a vivir los temidos 50s no asume el hundimiento del barco de ser cincuentona, ni se parece al prototipo Lâncome de belleza y luminosidad fotoshopeada de Julia Roberts. Mis cincuentas son leales a su cifra; ni son nuevos cuarentas, ni anticipados ochentas.”

Anoche cené con una amiga querida; ella tiene 26 años y yo 51. Mientras platicábamos acerca de temas y preguntas que solo se comparten con el círculo más íntimo, no dejaba de sorprenderme el flujo, conexión y empatía que encuentro en alguien que podría ser mi hija. Fue ella quien un día dijo que ambas tenemos 26 y 51 cuando estamos juntas. Es cierto. La amistad nos instala en un territorio cronológico común en el que edades coexisten y permutan al mismo tiempo. Me sucede lo mismo con un amigo que supera los 80 años y con mi amiga más joven, de seis años. Si la edad es tan relativa y maleable en nuestra vida interior y en las interacciones significativas ¿porqué lo es menos en nuestros prejuicios y a nivel social?

Llegar a los 50 es un umbral al que temía. Parte de mi temor estaba fundamentado en arquetipos y prejuicios sociales y laborales acerca de la vigencia, de la belleza y de los cambios en actitud que la edad conlleva. La experiencia suena bien en la teoría, pero la edad que la hace posible puede ser hándicap en el mercado laboral. En lo personal, esta década tiene también sus retos. He escuchado a hombres y mujeres decir con sinceridad que preferirían no relacionarse sexual o amorosamente con “cincuentonas.” La preferencia no me sorprende; la palabra misma tipifica y resuena con otras “onas” marcadas con la letra escarlata en el idioma español (ej., solterona y gordinflona). ¿No es curioso como algunas palabras se bastan a sí mismas para contar una historia? Cincuentona es una de ellas. La palabra narra una historia de fronteras negativas que, aunque en proceso de cambio, aun resuena y permea. 

El arquetipo de las cincuentonas coexiste con una narrativa reivindicatoria en la que “cincuenta son los nuevos cuarentas” y ser “oldie” tiene su cara “cool.” La mujer del nuevo estereotipo es más Monica Bellucci que Libertad Lamarque y vive más exitosa, asertiva y cachonda que nunca. El mito de la mujer plena de “cierta edad” que desafía a las hormonas y a la gravedad es tan optimista como elitista y comercial; sienta parámetros difíciles de alcanzar y que requieren de miles de pesos mensuales untados e inyectados en la piel, en cuotas de gimnasio y en ropa favorecedora. Sobre todo, me parece que el nuevo ideal impuesto demora un proceso que, de propio, tomará largo tiempo y profundo trabajo emocional: aprender a envejecer con dignidad.      

Mi experiencia de llegar y empezar a vivir los 50s no admite el hundimiento del barco de ser cincuentona, ni se parece al prototipo Lâncome de belleza y luminosidad fotoshopeada de Julia Roberts. Mis cincuentas son leales a su cifra; ni son nuevos cuarentas, ni prematuros setentas. Esta nueva década me recibió con mejor salud mental que las etapas que la precedieron, con mayor curiosidad y con creatividad dando codazos para salir. También me recibió con cambios pre menopáusicos poco estéticos e incómodos, con pesadumbres asociadas a mi identidad profesional y con un enfoque hacia la vida que no siempre tiene la serenidad y sabiduría dignas de la edad.

Renunciar a vivir al margen de narrativas imperantes o emergentes no es tarea fácil. En mi caso, empezar a vivir los 50s con apertura, confianza y ligereza está requiriendo habilidades básicas de jardinería: desenraizar ideas preconcebidas y cultivar impresiones propias. Voy descubriendo gradualmente que abrazar los cambios físicos y las preguntas existenciales que acompañan a esta etapa precisan de una buena dosis de conciencia, realismo y valor. Allá afuera hay estructuras sociales, prejuicios y conductas que afectan la forma en que se me ve y trata; nada de eso está bajo mi control. Lo que está en mí es vivir mis 50s como realidad individual y no como sombra o proyección de lo que me dicen que es.

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Un paso a la vez

«Lo que hasta hace poco fue brazada a brazada, hoy es un paso a la vez.»

Hace tres años me mudé a la Ciudad de México. Llegué aquí después de haber vivido más de dos décadas al lado del mar. Me equivoqué al creer que la transición tendría sus empellones; en realidad, el cambio fue terso y orgánico. Me adapté a la ausencia del océano como me he adaptado también a vivir lejos de la hija: con ambos omnipresentes en su ausencia.

Redescubrir mis pasos ha sido un resultado inesperado de la transición. Sin automóvil ni temperaturas extremas, regresé a usar mis pies como método favorito de transporte y como estilo de vida. Me gusta caminar. Al hacerlo no solo me traslado del punto A al B, sino que ocupo la ruta. Así es como me he instalado gradualmente en este entorno que, aunque familiar de origen, es también inédito. Vivir las calles a pie no solo hace mía la ciudad, sino que me libera de la rutina y de la convención. Sin tacones que den carisma o centímetros adicionales a la presencia, camino con los pies firmes en la tierra, sin pretensiones y con el ánimo dispuesto hacia el mundo. 

No importa la modalidad de atención con la que camine, encuentro quietud y conexión en los trayectos. No hay camino sin reflexión que lo acompañe, ni ruta sin intercambio de sonrisas, miradas curiosas o palabras con personas extrañas. Al ritmo de mis pasos revisito momentos, escribo en la mente, proceso emociones, resuelvo situaciones y crezco. También al ritmo de mis pasos interiorizo diferencias y similitudes con quienes me rodean. Ellas, ellos y yo caminamos invisibles, transitorios y presentes al mismo tiempo. 

Las calles me recuerdan constantemente que la creatividad no es dominio exclusivo de artistas y de exquisitos. Hay una plástica y literatura callejeras, fluidas y democráticas, con las que interactúo y me conmuevo en igual medida que lo hago con libros, museos y galerías. La creatividad allá afuera es mayúscula y se aprecia mejor a pie. Los grafitis son la versión más patente de ocupación de las calles por la estética e inventiva, pero hay muchas más expresiones de profundidad, belleza y talento. Mi favorita son los fragmentos de poesía sembrados a lo largo y ancho de la ciudad en la forma de pintas, aceras y papelitos pegados en muros y postes. También favoritas son las expresiones de amor y los epílogos filosóficos escondidos públicamente en la ciudad a manera de galletas de la fortuna.

Las mejores caminatas son las que se hacen sin rumbo fijo. La ruta la define el capricho, el ángulo de la sombra en turno y la distribución aleatoria de aquello que captura la atención. Caminar se convierte entonces en paseo y las calles se transforman en Walden de concreto. Aunque amo la naturaleza como Thoreau, creo que se equivocó al creer que los hechos esenciales de la vida solo se enfrentan en caminatas en el bosque. Las calles y sus azares también se viven deliberadamente y propician la contemplación. 

Suelo decir que una vez oceánicas las personas siempre serán oceánicas. Sé que yo lo soy. Confío en que la misma lógica aplicará gradualmente a mi condición de caminante urbana. Me gusta pensar que, esté donde esté y tenga la edad que tenga, los pasos que doy ahora permanecerán en la forma de hábito y de memoria. Lo que hasta hace poco fue brazada a brazada, hoy es un paso a la vez.

Cuando soy la enemiga

Hace algunos años me invitaron a un desayuno de trabajo. Por retraimiento o por confianza en quien me invitó, no hice preguntas acerca del propósito, ni de los participantes. Solo sabía que se trataba de un grupo pequeño en el que platicaríamos acerca de nuestra ciudad. Llegué de buenas y con hambre, repartiendo sonrisas a los pocos asistentes. Entre ellos estaba un caballero que era dueño de un desarrollo turístico criticado y legalmente cuestionando por grupos de conservación del ambiente. Una vez que el café tuvo su necesario efecto en mi capacidad de percepción, noté la animadversión y la evidente incomodidad del hombre. Con los años se me ha hecho natural poner atención al lenguaje verbal y no verbal de las situaciones. El suyo era un lenguaje corporal de tensión que me pareció incomprensible, pues era la primera vez que hablaba con él. Hice lo que suelo hacer bajo este tipo de circunstancias: centré una buena parte de mi atención en él, traté de tener una lenguaje corporal abierto y hacer preguntas que me ayudasen a comprender la razón de su incomodidad.

El caballero cambió gradualmente su actitud conforme avanzó el desayuno. Quiero creer que mi conducta abierta y, más aún, la habilidad del anfitrión para propiciar una conversación franca lo hicieron posible. Solo entonces comprendí que, en su mente, yo era la enemiga. Sin entrar en detalles o en juicios de valor acerca de su proyecto, entendí el alcance de su frustración y enojo ante lo que, para él, era injusto. Sin importar el hecho de que nunca participé en acciones relacionadas con su proyecto, me identificaba como parte de lo que, en su opinión, era un grupo radical de opositores del desarrollo. Habló animadamente de “nuestros” conflictos, de la polarización de nuestros respectivos bandos y de sus sospechas acerca de los intereses que “los otros” defendemos. Su generosidad al destapar su animadversión me permitió hacer lo propio y hablarle acerca de mis impresiones. Resultó que el propósito del desayuno era justo ése: sentar a los polos a platicar. Se trataba de una especie de cateo experimental de propósitos compartidos que, tras la conversación, descubrimos. Nos despedimos como amigos y, me alegra decir, nos saludamos y platicamos varias veces después de aquel encuentro.

Recordé esta historia hoy tras presenciar un grupo de enfoque con mujeres que trabajan en la pesca. Lo recordé porque me sentí identificada al escucharlas. Nuestras vidas son diferentes y hemos estado en lados opuestos de posturas. No obstante, yo deseo para el océano y para su comunidad lo mismo que ellas desean. Algunas de las hoy presentes participaron hace años en una álgida manifestación en contra de algo promovido por mí y que implicó cambios en la forma de trabajo de sus esposos, hermanos y amigos. Tengo el recuerdo claro de una de ellas, la más vocal, blandiendo un palo frente a mi rostro. Hoy, mientras la observaba y escuchaba hablar del pasado y del futuro de la pesca, me pude ver a través de sus ojos. Ellas tuvieron sus motivos para protestar y amenazar y yo los míos para promover y continuar a pesar de las protestas.

Es fácil tener posturas y no lo es tanto el abrirse a comprender las de los demás. Quedarse en el papel de la enemiga requiere menos energía y trabajo. No es ilógico tomar el palo y blandirlo ante quien nos amenaza, especialmente cuando los contextos e intereses parecen diferentes; tampoco es ilógico cerrarse a comprender tras los palazos. La lógica de la ecuación se pierde cuando ambas partes pierden al hacerlo. Lo que hizo mi amigo en aquel desayuno fue romper el círculo vicioso de la percepción distorsionada del otro y lo hizo a través de dos herramientas de bajo costo: la conversación y el trato.

Supongo que, como en las dos historias, allá afuera hay otras personas que me consideran en abierta oposición a sus intereses. Y es posible que así sea. Solo espero que antes de disponerse a obsequiarme con palazos me obsequien la oportunidad de comprenderles y de que me comprendan. Sea o no la enemiga, nadie pierde con una conversación y con un buen desayuno enfrente.

Suelta al Chapito

«Así como en Culiacán, hay “posesiones” cotizadas que desatan infiernos ante los que es necesario ceder. Puedo recordar situaciones a las que, como el ejército, entré sin consideraciones, sin estrategia y sin prever el pandemónium incontrolable al que llegaría.»

No recuerdo cuando dejé de creer en Santa Claus ni lo que sentí al salir del error. Lo que sí recuerdo fue el día en que me confundí de noche de Reyes Magos y mi hija amaneció con árbol vacío. Entré en pánico al ver su rostro triste y confesé; supongo que no soy buena bajo presión. Aunque su respuesta fue que lo sospechaba, aún me dice que debí encontrar una forma más creativa para salir de la situación. Tenía cinco o seis años y, efectivamente, pude haber encontrado una explicación alternativa para mantener el mito intacto aunque sea un año más. Después hay pocas fantasías a las que podamos asirnos. 

Ya sea porque el budismo se puso de moda en occidente o porque el occidente necesita cada vez más la aproximación a la vida que el budismo propone, el “dejar ir” es parte del argot new age. Uno de los principios de la filosofía budista es que el desapego nos conduce a la libertad personal y al equilibrio emocional. Secundo ampliamente y afirmo que Don Buda sabía de lo que hablaba. Aferrarme es causa frecuente de mis humanos pesares y dolores y, sospecho, de los de millones personas más. La lista del apego es nutrida y nada trivial: relaciones, posesiones, expectativas, identidad, prestigio y el propio vivir. 

Dejar de tener metas o de amar es para las amibas. El desapego es algo aún más difícil: es confrontar el miedo a la pérdida. Yo habito el espacio entre los extremos de la amiba y de la iluminada. En este espectro hay inseguridades, ansiedades, tensiones y miedos derivados del miedo a perder. También hay conciencia acerca de estas reacciones y la intención de sobreponerme a ellas o, como mínimo, de no imponerlas sobre los demás. El segundo escenario suele ser el más frecuente. 

Hay muchas cosas escritas allá afuera acerca de dejar ir. Algunas frases me gustan tanto que las llevo en mí a manera de tatuajes invisibles. Estas  frases están llenas de sabiduría pero no comunican la zozobra, la ambivalencia y la urgencia asociadas con lo que a veces hay que soltar. Se nos note o no, dejar ir duele, enoja, frustra, intimida y atemoriza. Si lo expresamos en lenguaje emoji, dejar ir iría acompañado de muchas caritas llorando, caritas rojas de ira, bombas y explosivos.

A manera de menú de restaurante vegano, distingo cuatro tipos de actos de dejar ir.

El desapego Dalai Lama 

“La mayoría de nuestros problemas tienen sus origen en el apego a las cosas que de forma errónea creemos permanentes.”

Este es el desapego de categoría premium existencial. Implica vivir bajo la premisa contracultural de la impermanencia del ser y de los fenómenos. Dicho en palabras peatonales, esto quiere decir que nada es para siempre y que mucho de a lo que asignamos valor, en realidad no lo tiene en sí mismo. Así, impermanentes y fuera de nuestro control son los amores más sentidos, los estilos de vida, el prestigio y la salud.

El desapego Lao Tzu

 “Cuando dejo ir lo que soy, me convierto en lo que podría ser. Cuando dejo ir lo que tengo, recibo lo que necesito.”

La modalidad Lao Tzu nos obliga a la práctica cotidiana. Es el proceso que nos permite dejar atrás etapas, expectativas, trabajos, geografías y relaciones sin que sus sombras nos impidan entrar a vivir lo nuevo y lo diferente. Aquí cabe mucho y diverso, desde pérdidas torrenciales y digestión de desarraigos, hasta la aceptación gradual y digna de las arrugas.

El desapego Rebecca Solnit

“El secreto no es olvidar sino dejar ir. Y cuando todo se ha perdido serás rico en la pérdida.”

Rebecca Solnit nos da margen de maniobra. La memoria, en su perene variabilidad y plasticidad de interpretación, hace llevadero el dejar ir. A menos que una condición mental nos lo impida, la memoria mantiene y renueva lo que no permanece. Es por los recuerdos que estoy en desacuerdo con la inexistencia del pasado. El pasado es pasado cuando hay olvido, pero presente transmutado cuando se convierte en memoria.

El desapego tipo Chapito

Para este tipo de desapego no tengo una frase, sino la imagen de Culiacán en llamas.

Sin afán de frivolizar una situación claramente dolorosa y compleja, la imagen de la captura y posterior liberación del hijo del Chapo Guzmán me recuerda algunos dramas emocionales que deberían cerrar con desapego. Mal o bien decidido y a pesar de ser presa valiosa, al Chapito lo liberaron porque ardía la ciudad, porque no pudieron controlar el caos y porque había vidas en riesgo. Antes de que alguien salte por la referencia o por mi interpretación de ella, aclaro que no busco analizar a fondo la situación. Mi razón está del lado del estado de derecho y no de la interpretación política de la justicia que hizo el presidente. Solo quiero usar la imagen.

Así como en Culiacán, hay “posesiones” cotizadas que desatan infiernos ante los que es necesario ceder. Puedo recordar situaciones a las que, como el ejército, entré sin consideraciones, sin estrategia y sin prever el pandemónium incontrolable al que llegaría. Me aferré porque se trataba de algo valioso para mí y a costa de otras cosas igual o más importantes que el objeto de mi empeño, como el amor propio y la salud mental. En esos casos no se requiere mayor filosofía budista, solo hay que soltar al Chapito y seguir adelante.

No aspiro a ser amiba ni estoy cerca del Nirvana de la iluminación. Practicar el desapego me es difícil; mis Santa Claus son robustos y se resisten a perecer. Lo que me consuela y da valor es pensar que la práctica del desapego me acercará cada día más a uno de los pocos territorios posibles: el aquí y el ahora. Lo que queda atrás queda adentro y, como dijo Rebecca Solnit, me hace rica en la pérdida.

Así que, a soltar al Chapito.

Las pocas sílabas

Solo la poesía nos implica.

Ursula Le Guin

Sentir que estoy constantemente ocupada ocupa un sitio estelar en la lista de mis cosas menos favoritas. No obstante que me encanta mi trabajo, la sensación despertar-trabajar-comer-trabajar-dormir-despertar sin tregua lesiona mi salud mental. Es difícil articular las razones por las que la excesiva productividad me afecta así. Es como si el tiempo se convirtiese en una rueda para hámster en la que troto sin cesar, pero sin ir a alguna parte; por lo menos no hacia alguna parte que me llene del todo.

Aunque hay rachas de carreras en la rueda, me he construido flexibilidad y tiempo libre en el trabajo. No siempre fue así. Solía ser tan workaholica que estuve en mi oficina hasta dos horas antes de que naciera mi hija y firmé cheques y atendí otros asuntos una semana después. Decirlo me hace una mujer contemporánea, haberlo vivido fue absurdo. Cada quien es diferente; en mi caso, no poner límites tuvo el tipo de consecuencias que hacen que uno modifique hábitos y prioridades. Ahora cultivo y defiendo ferozmente pausas y rincones de quietud que me dan la posibilidad de bajarme de la interminable cinta, de recuperar la noción del tiempo y de sondear otras formas de ser y de estar. Leer poesía es uno de mis “rincones” predilectos. 

El gusto por la poesía inició cuando era niña y mi madre me regaló lo que debe ser una de las ediciones más humildes de libros en el país. Era un compendio de poesía mexicana que compró en algún puesto de terminal de autobuses. No puedo decir que comprendí o que aprecié todo su contenido, pero sí que la cadencia de algunos de los poemas me marcaron profundamente. Desde entonces, el tejido cuidadoso de las palabras en algunos poemas y la armonía que se crea entre ellas se acompasan con mi respiración y me serenan. Esa combinación hace que el momento adquiera una elasticidad diferente y que el tiempo me trate en igualdad de términos. 

La poesía responde a una necesidad que encuentro difícil satisfacer por otras vías. A menos que se trate de un plato con chilaquiles o de una injusticia, casi todo en la vida me parece inasible y arduo de detallar. Inaprensibles me parecen los sentimientos, la belleza y hasta la medida de mi existencia.  Me parece que se desvanecen y pierden algo de su autenticidad al mirarles de frente y tratar de representarles con palabras. Solamente el lenguaje de la poesía parece describir adecuadamente y asir desde adentro lo que alcanzo a rozar por instantes. 

La ciencia y la lógica pueden explicar las cosas pero, como dijo Ursula Le Guin, solo la poesía nos implica. A través de poemas puedo interiorizar, dotar de palabras y penetrar emociones y conceptos que, de otra forma, encuentro inasibles al entendimiento. Ya que carezco de fe en el sentido religioso de la palabra, hasta la idea de Dios me parece asequible a través de la poesía. Así, interiorizo mis pérdidas con Elizabeth Bishop, hago mío el bosque con Mary Oliver, comprendo y me comprometo con E.E. Cummings, asimilo un color de piel que no es propio con Audre Lord, comprendo la dimensión del dolor con César Vallejo, confronto tristezas con Sylvia Plath, y con Wislawa Szymborska me sujeto a la vida y no me suelto de ella.

James Baldwin dijo que los artistas son historiadores espirituales. Tiene razón. Así como la historia nos ayuda a ver más allá de las circunstancias inmediatas, un poema nos permite transcender la percepción individual y acceder al inventario emocional de la condición humana. A través de la poesía enlazo preguntas abiertas, las pequeñas dichas y heridas con las de poetas que vivieron antes que yo y con las de quienes habitaron o habitan entornos aparentemente diferentes a los míos. No sé si mi realidad entra en el poema o si el poema penetra la mía. Solo sé que salgo de su lectura con un sentido más claro, paradójicamente íntimo y unánime, de mi experiencia.

La poesía no es para los selectos y exquisitos; es de todos y es de nadie. Por eso me gusta tanto que el ancla de mi experiencia en la poesía haya sido aquel libro sin pretensiones, comprado en el quiosco de una muy sencilla estación de autobuses. Me gusta también pensar que, desde entonces y sin ser poeta, habito los universos de las pocas sílabas que son los poemas. En estos universos, como dijo Octavio Paz, sin moverme me quedo y me voy, disipo el instante y me convierto en pausa del maratón de mis prisas.

Con la fiesta adentro

“…no tomé el micrófono pero sí que lo hice en mi mente y rendí el debido tributo a los muertos, a los vivos y a la ebria concurrencia.”

A Emilia, mi hija, le gustaba ir a la feria. Pedía subir a todos los juegos mecánicos y, sin importar la velocidad, mantenía la misma expresión en su rostro. Recuerdo un día en que, a bordo de uno de esos autos coloridos que giran una y otra vez sobre su eje, ella veía fijamente al frente mientras el resto de las niñas y niños sonreían y saludaban a sus respectivos progenitores. Solo ella, de apenas tres años, mantenía el rostro serio mientras pasaba frente a mí. Años después, al recordar juntas la fase de los juegos mecánicos, me dijo que en su cerebro ella gritaba y aplaudía por la emoción a bordo de los juegos. La comprendí sin problema porque suelo ir por la vida vitoreando por dentro o cuando pocos me ven.

Este recuerdo me vino a mente hace algunos días en un bar de karaoke. Era mi cumpleaños y, en el más bello estilo bola de boliche de Homero Simpson, el bienquisto me propuso celebrarlo así con amigos. Él canta maravilloso y una de las personas que nos acompañaban también. A mí me situaban en las últimas filas de coros escolares para que no se notara que desentonaba ni afectara los gorjeos de coristas con mayor fortuna musical. Sobra decir que no tomé el micrófono pero sí que lo hice en mi mente y rendí el debido tributo a los muertos, a los vivos y a la ebria concurrencia. Sin aplausos ni falso-Mijares vitoreando, canté lo mío y me divertí como la que más. ¿Cambia algo el que yo cantara e interpretara por dentro en lugar de por fuera? No para mí pero, he aprendido, que sí lo hace para los demás.

Parte del proceso de conocer y abrazar mi personalidad ha sido comprender que mi molde y forma de conducir en la vida no son los más populares. No lo digo solo porque el mestizaje me falló al no dotarme de entonación y ritmo, sino porque funciono en los caminos de la introversión. Soy social, me gusta estar con personas, soy platicadora, pero las multitudes no me energizan y no requiero de salir tanto como otras personas lo hacen. Mi cuerpo, por otra parte, nunca ha sido muy apto para la fiesta. No puedo con el exceso de alcohol, me cae fatal desvelarme y le faltan varias rayitas al volumen de mi voz. Dicho en otras palabras, mi fisiología y estilo de diversión suelen no estar a la altura de las circunstancias.

Tener una naturaleza callada en un mundo ruidoso y sin tregua social tiene sus asegunes. Hace solo pocos años que supe que la suma de algunos de mis rasgos de carácter se llaman introversión. Me sirvió leer un libro titulado Quiet (El poder de los introvertidos en un mundo incapaz de callarse), escrito por Susan Caine (su Ted Talk es fantástico y tiene la opción de poner subtítulos en español). Me sentí reflejada en las historias del libro y, como en el caso de los temas de género, comprendí que muchos de los compromisos que hago para adaptarme al mundo laboral son en respuesta a la generalizada subvaloración que existe acerca de los introvertidos. Hay un sesgo occidental hacia las personas alfa, ruidosas, asertivas y gregarias del que es difícil escapar. Las voces calmas y personalidades menos dominantes no se reconocen en automático como las creíbles, atractivas y de peso. En el mundo de adolescentes y personas jóvenes hay un repertorio amplio de epítetos de baja monta social para etiquetar la introversión.

Si las estadísticas son correctas y un tercio de la población mundial tiene rasgos de personalidad introvertida, entonces es momento de que nos eduquemos mejor en la convivencia con el 33%. Lo primero es no caer en clichés y mitos; la introversión no es un rasgo índigo, ni es una carencia social. Tampoco es sinónimo de timidez; es una forma de reaccionar a los estímulos del mundo y de manejarlos. Los extrovertidos recuperan energía alrededor de personas; los introvertidos lo hacemos de formas más calladas, solos o con quienes nos sentimos en confianza. Los extrovertidos organizan y animan la fiesta; los introvertidos solemos llevarla dentro. Ni unos más, ni los otros menos; solo somos diferentes.

Un rasgo central de la introversión es que tenemos una mayor necesidad de estar a solas y en grupos pequeños. Después de interacciones sociales necesitamos tiempo en calma para recargar la batería. En culturas como la mexicana este rasgo tiene consecuencias laborales y sociales. Aquí, después de conferencias y talleres ocurren las “otras reuniones,” las nocturnas, en las que se crea confianza y se cierran alianzas al ritmo de mezcales, tequilas y sobremesas eternas. Aunque no asistir suele ir en contra de mis intereses laborales, ya hice paz con el hecho de que mi prioridad es dar descanso al cerebro cuando así lo requiere. El tiempo que los introvertidos requerimos a solas no es sinónimo de indiferencia o de aislamiento. Sin tiempo a solas es difícil ser lo que se es y se desea ser alrededor de los demás.

El momento karaoke me hizo pensar que, quizá, como en el recuerdo de Emilia, no se me notan las emociones como las siento. Tal vez tampoco es evidente lo mucho que disfruto estar cerca de personas aunque no asista a los posteriores mezcales en grupo. La verdad es que vivo con júbilo mis administrados momentos sociales porque me conozco y honro mis necesidades de quietud. Y, aunque a veces parezca que voy por la vida viendo al frente en mi carrito de feria, quiero que mi epitafio diga lo que, como en mi cumpleaños, posiblemente mi rostro no expresa: Gracias, lo pasé divino.

Hilos sueltos

«Imagino las preguntas personales como hilos o tejido suelto que asoman del lienzo gradual que es mi vida. Algunos hilos se sueltan del tejido que creía rematado y otras simplemente sobresalen de la orilla por tejer.»

Soy usuaria frecuente de podcasts y uno de mis favoritos es On Being, de Krista Tippett. Son conversaciones con personas fascinantes y su contenido semanal –aunque puede resultar lejano en su aproximación cultural- no deja de engendrar reflexiones. Además de la entrevista en turno, saboreo el estribillo que agradece a los patrocinadores y me gustaba, en particular, cuando se daba crédito a un fondo dedicado a financiar “las grandes preguntas” (lo digo en pasado porque lo dejaron de mencionar recientemente). Sonreía al escucharlo porque me alegra saber que hay personas y grupos dispuestos a destinar recursos para responder colectivamente a preguntas del tipo ¿Quiénes somos y porqué estamos aquí?

Hace algunos días, al ver el papelito de la fotografía asomando de la libreta de notas, recordé cuánto y porqué disfruto el podcast y el estribillo. El papelito esperaba el momento de ser usado para formular preguntas a panelistas de la reunión en la que participaba, pero me causó gracia que parecía dirigirlas a mí. Ver el cuadro me hizo pensar que cada entrada de este blog es, en esencia, una respuesta a preguntas que me hago. No son “las grandes preguntas” de la humanidad, pero son preguntas relevantes para mí: ¿Porqué siento ésto? ¿Porqué reacciono así? ¿Porqué otras y otros actúan de X ó Y forma? ¿Hacia dónde voy?

No tener tiempo para pausar, formular y rumiar preguntas me parece una forma de pobreza individual y colectiva. Pese a que mi aseveración podría resultar ociosa y elitista al lado de las muy difíciles dimensiones de pobreza que viven millones de personas, creo genuinamente que no es así. Mientras que comida, cobijo, salud, educación y afectos son parte de la canasta básica de la humanidad, intangibles como el conocimiento y la comunicación sazonan y potencian la vida. 

Aunque tengamos disposiciones disímiles hacia la introspección, todos llevamos interrogantes no resueltas en nuestro interior y ganas de responderlas. Más interrogantes aún tenemos a nivel de nuestros vecindarios, comunidades, países y sociedad global. Las preguntas no formuladas pueden desarrollar trompa y convertirse en elefantes que habitan las habitaciones de la vida cotidiana y de las relaciones.  

Tener tiempo, espacio y recursos para identificar preguntas, compartirlas, ponderarlas y proponer respuestas no es solo tarea de filósofos, psicólogos, esotéricos, sociólogos o intelectuales públicos. En lo individual, cada quien elije sus qués, cómos y cuándos; lo primordial es asumir nuestro papel de Sócrates residentes y aplicar la mayéutica griega en nuestras vidas. Como implica la etimología del concepto, el caso es usar a las preguntas como asistentes del parto de nosotros mismos y de las sociedades (sean sociedades de dos o de dos millones). A nivel colectivo, las grandes y pequeñas preguntas pueden y deben hacerse a través de diversas lógicas, formas de expresión e interpretaciones del mundo; no es posible de otra forma llegar a respuestas que se comparten y se expresen a través del cambio social.

Imagino las preguntas personales como hilos o tejido suelto que asoman del lienzo gradual que es la vida. Algunos hilos se sueltan del tejido que creía rematado y otros sobresalen de la orilla por tejer. Las respuestas que aventuro son la trama del telar. Éstas suben y bajan a través de los hilos que sobresalen y añaden extensión y colores al lienzo en proceso. Si mi bien amado tiene razón y hay que “amar la trama mas que el desenlace,” entonces habrá que seguir tejiéndola sobre preguntas y amarla; me gusten o no las respuestas.

Greta y Los Ingratos

El cambio climático es un tema ante el que me cierro emocionalmente. Leo reportes científicos y conozco los datos, pero no había permitido que el efecto de su gravedad tocase mi corazón. No lo había hecho por la sencilla razón de que me asusta y produce ansiedad pensar en sus consecuencias. Por eso me mantengo a distancia de visiones catastrofistas y me concentro en los cambios que puedo hacer para poner mi granito de arena. Mi barrera emocional no elimina la conciencia del problema, solo la acota y me protege. 

Mi mecanismo de defensa se activó al escuchar las palabras indignadas de Greta Thunberg, al observar su expresión de enojo y al leer acerca de la ansiedad y depresión que la hicieron actuar. Primero minimicé su historia, después me produjo vergüenza y, finalmente, le he puesto atención. Su activismo y las reacciones polarizadas que genera me han hecho reflexionar acerca de la fuerza de las emociones que yo he logrado suprimir o, por lo menos, apaciguar con relación al cambio climático y a la pérdida de biodiversidad. También he reflexionado en el valor que tiene el que este movimiento surja desde alguien de 16 años y que su capacidad de convocatoria llegue y afecte a adolescentes y a niños. Miles de adultos han hablado de cambio climático en cumbres internacionales, calles y medios, pero sin tener el efecto emocional y de movilización que ella tiene.

Greta ha movilizado, de una forma u otra, a incrédulos y a convencidos del cambio climático. A los primeros los ha movido a la condescendencia, a la ironía y a una ola de descalificaciones que ha alcanzado proporciones de bullying global. A los segundos les ha hecho poner atención, secundar con información y reaccionar, positiva o negativamente. Especialmente, esta ceñuda muchacha de 16 años ha inspirado a miles de sus contemporáneos a ver más allá de su realidad inmediata, de los popotes y a conectar con una causa que, por su escala, pudo haberles resultado inabordable. Ella, la menos cool de las niñas, hizo cool un movimiento.

El nivel de información y la causa de Greta no son banales. Ella no habla de unicornios de izquierda ni de ogros capitalistas, habla de la urgencia de actuar para resolver un problema global y del cumplimiento de objetivos ya establecidos, pero mayormente ignorados.* Su causa es relevante, es urgente y amerita atención. Todo movimiento tiene su ingeniería y supongo que Viernes por Futuro (#FridaysforFuture) no es la excepción. En mi orden de prioridad de causa e importancia, me interesa más el efecto catalizador de Greta que quiénes y cómo ayudaron a convertirla en el rostro de un movimiento que finalmente se está extendiendo en la escala que el problema amerita. Quienes la estigmatizan al personificarla como títere de opacos intereses o la invalidan por el síndrome que tiene no cambian el hecho de que la conversación acerca del cambio climático se multiplicó y diversificó generacionalmente por efecto de Greta.

Aunque poner fecha de expiración al planeta y demás estilo apocalíptico de la narrativa de Greta me hagan sentir incómoda y batir las pestañas, esa es la historia con la fuerza emocional que los datos no tienen. Ya que la lógica de los numerosos reportes científicos no ha sido suficiente para movilizar a ciudadanos y a gobiernos, espero que la fuerza emocional de la indignación lo sea. La historia funciona para mover opinión porque su vocera es genuina en la intensidad de sus emociones y convicción. ¿Sería lo mismo si Greta tuviese 25 años? ¿Sería lo mismo si Greta fuese una indígena mixteca? ¿Sería lo mismo si fuese una niña más estereotípicamente cool? Supongo que no. El hecho es que esta muchacha sueca, de mirada seria, con síndrome de Asperger y con trenzas largas habla, grita, distorsiona su rostro por emoción y muchos la escuchan y siguen.

¿Tiene esta muchacha y este movimiento el potencial para reunir a una generación? Ojalá así sea. Quienes trivializan y muestran condescendencia ante Greta Thunberg olvidan que ella y los miles que ha movilizado son parte una generación que está entrando, a través del activismo, a la política nacional y global con un sentido de agencia. Dicho llanamente, hasta ahora las cuestiones ambientales no han sido un sujeto político en el mundo. Necesitaremos que una nueva generación de votantes cambie eso.

Greta no es la primer adolescente que pide a empresas, gobiernos y ciudadanos hacerse cargo de la realidad. Espero que tampoco será la última. Quiero creer que su aportación de fondo será multiplicar las voces e influir en hábitos y en el comportamiento político futuro de su generación. Espero que ellos no se cierren, como yo, al miedo que provoca pensar en escenarios oscuros para el planeta. Las soluciones pueden no encontrarse en el fatalismo, pero tampoco en la resignación, en la negación y en el silencio.

*La preocupación central del movimiento #FridaysforFuture es que las medidas de protección climática se adopten de la forma más amplia, rápida y eficaz posible para alcanzar el objetivo de limitar el aumento de la temperatura a 1.5°C. Este es el límite que se estableció en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático que se celebró en París en 2015 (COP 21) y adoptado por la ONU. 

La conversación.

Pienso, decido, hablo y les aviso

Para Emilia y Camila

«Entonces niega y reniega
maldice y discute entonces
se subleva y denuncia
y entonces no
no renuncia a ser.
Sólo piensa, decide, habla
y le avisa a todos
que a partir de ahora
será
una mujer

Rupi Kapur (Desde el Principio)

Usar copa D es una de las características de mi cuerpo que más me ha costado aceptar. Es el caso porque, aún en los tiempos #metoo, mostrar mi pecho equivale a tener miradas constantes en el escote. Ha sido así desde que tenía 13 años y hombres de 20, 30, 40, 50 años me veían con intensidad, haciéndome sentir incómoda e intimidada. Aunque la voluptuosidad puede llegar a ayudar en la gestión de relaciones con el género masculino, no es el tipo de PR que deseo. Elijo mi atuendo tomando en consideración el contexto y a mis interlocutores. He considerado y practicado la alternativa me-vale-un-carajo pero basta una mirada directa a “la zona” en lugar de a mis ojos para confirmar mi decisión.

Mis senos, como el resto de mi cuerpo y apariencia, no deberían ser parte de mi moneda de cambio con el mundo; excepto que lo son. Belleza, raza, kilos, forma, distribución, color y edad del cuerpo son variables que afectan percepción y trato al ser mujer. Por eso disimulo las canas, acentúo las pestañas y me he obligado a bajar los kilos que subí al entrar a la socialmente-castigada peri menopausia. 

Las consideraciones de copa, peso y producción de imagen son solo algunas de las numerosas micro-decisiones que forman parte de la experiencia de vivir en un cuerpo de mujer. Las adaptaciones y concesiones cotidianas para conciliar el género y la identidad femenina con el entorno laboral y social son tantas, que se necesitaría un prontuario para empezar a describirlas. Mis “adaptaciones” son triviales en el contexto más amplio del ser mujer, pero son la punta de un iceberg del que, admito con pasmo, solo recientemente he empezado a ser consciente. Bajo el agua están conductas, incidentes, comentarios, percepciones, formas de relación y acusaciones que han acompañado mi vida y que tendí a dar por sentado, a ignorar, a desechar, a olvidar pronto y a normalizar. 

Gozo de privilegios. Crecí en una familia 100% matriarcal. Durante mi niñez hubo pocos y nada-patriarcales hombres a mi alrededor. No fui abusada sexualmente, ni mi condición de “niña” fue usada en mi contra o como factor explícito de destino. Mi aspecto alcanza a ubicarme en el lado cómodo del eurocentrismo que caracteriza a México y tuve la fortuna de recibir un nivel escolar por encima del promedio nacional. La última persona que me mantuvo fue mi madre y de eso hace ya varias décadas, pues tengo un trabajo que me gusta y bien remunerado. Soy madre soltera, me muevo en la comodidad social de ser heterosexual y vivo mi vida amorosa sin culpas cristianas. Reconozco que estos factores otorgan prerrogativas que hacen posible mi burbuja, mis decisiones y mi estilo de vida. Hay mujeres con mayores ventajas personales, sociales y económicas que yo, pero infinitamente más mujeres tienen menos.     

De temas de raza y clase he sido más consciente desde niña. Pero, no sé si por privilegios, por generación o por instinto de adaptación, no había pensado mucho acerca de la forma en que los estereotipos de género, el machismo, la hipersexualización y la violencia suavizada contra las mujeres han permeado mi vida y la vida de las demás (madre, primas, abuela, amigas e hija incluidas). Mucho menos había reflexionado acerca de cómo se combinan y potencian estos prejuicios con los de raza, clase y preferencia sexual. Supongo que difuminar las causas y efectos del machismo desplegado por hombres y mujeres es uno de los mecanismos que he desarrollado para abrirme paso y hacer camino propio. Pero efectos han habido y hay. Tengo derecho de uso del hashtag #metoo y puedo palomear, en abundancia, la lista de micromachismos que se me aplican de forma habitual. Me sonroja reconocer que he tenido también sesgos de género que en nada contribuyen al reconocimiento de las diferencias y a crear las condiciones de igualdad y de libertad que todos merecemos (que todEs merecemos). Ahora veo como parte de mi buena fortuna el que el sistema que aun condiciona tan radicalmente la vida de millones, solo haya dejado heridas menores, incongruencias, sesgos corregibles, traumas gestionables y puntos ciegos en mí. Pudo haber sido mucho peor.

Los cambios sociales no ocurren de inmediato y el cambio personal tampoco. Algunos modos de hacer y de intervenir en lo público de las nuevas feministas y los nuevos feminismos me hacen sentir incómoda y en disenso. Aunque endorso su derecho y admiro su valor, todavía trabajo para acomodar en mi mente a mujeres transexuales y a mujeres que eligen abortar. Aún aprendo el lenguaje de la equidad e interiorizo el nuevo veliz discursivo del movimiento feminista. Solo empiezo a comprender que ser mujer no es algo tan concreto, biológico y homogeneizador como yo creía, sino una suerte de subjetividad que se va redibujando en el tiempo a través de nuevas categorías y valores individuales y sociales.  

Imagino que, como yo, millones de mujeres y hombres revisan y se replantean cosas que dimos por sentadas acerca de nuestros géneros. Por mi proceso gradual de cuestionamiento agradezco a numerosas mujeres y hombres. El activismo y palabras de mujeres conocidas y desconocidas me marcan y educan. Las nuevas masculinidades que practican muchos que me rodean me ayudan a resignificar y a cultivar relaciones de mayor correspondencia con los hombres. Mi amor por una hija inteligente, independiente y guapa de 19 años me obliga a tener los ojos y la mente abiertos. Me siento en deuda con poetas, con feministas que me pueden llegar a irritar, con las mal-llamadas provocadoras de la Ciudad de México, y con miles que llenan el espacio público con camisetas verdes, con glitter rosa y con pintas.

Me niego a usar mi conciencia en ciernes como escudo y lanza.  No deseo seguir albergando pensamientos acerca de mi cuerpo y concepción del amor nutridos desde una visión distorsionada de los roles de género y del cuerpo femenino. No quiero seguir tolerando y silenciando conductas cotidianas que esconden condescendencia, violencia y discriminación hacia mí o hacia otras mujeres. Acepto que hay infinidad de matices en estos parámetros pero, como dice el poema de Rupi Kapur, pienso, decido, hablo y les aviso que seré mujer en ellos. Es el camino hacia una relación más sana conmigo misma y hacia la única igualdad que me hace sentido: la de la igualdad en la diferencia.