“Mi experiencia de llegar y empezar a vivir los temidos 50s no asume el hundimiento del barco de ser cincuentona, ni se parece al prototipo Lâncome de belleza y luminosidad fotoshopeada de Julia Roberts. Mis cincuentas son leales a su cifra; ni son nuevos cuarentas, ni anticipados ochentas.”
Anoche cené con una amiga querida; ella tiene 26 años y yo 51. Mientras platicábamos acerca de temas y preguntas que solo se comparten con el círculo más íntimo, no dejaba de sorprenderme el flujo, conexión y empatía que encuentro en alguien que podría ser mi hija. Fue ella quien un día dijo que ambas tenemos 26 y 51 cuando estamos juntas. Es cierto. La amistad nos instala en un territorio cronológico común en el que edades coexisten y permutan al mismo tiempo. Me sucede lo mismo con un amigo que supera los 80 años y con mi amiga más joven, de seis años. Si la edad es tan relativa y maleable en nuestra vida interior y en las interacciones significativas ¿porqué lo es menos en nuestros prejuicios y a nivel social?
Llegar a los 50 es un umbral al que temía. Parte de mi temor estaba fundamentado en arquetipos y prejuicios sociales y laborales acerca de la vigencia, de la belleza y de los cambios en actitud que la edad conlleva. La experiencia suena bien en la teoría, pero la edad que la hace posible puede ser hándicap en el mercado laboral. En lo personal, esta década tiene también sus retos. He escuchado a hombres y mujeres decir con sinceridad que preferirían no relacionarse sexual o amorosamente con “cincuentonas.” La preferencia no me sorprende; la palabra misma tipifica y resuena con otras “onas” marcadas con la letra escarlata en el idioma español (ej., solterona y gordinflona). ¿No es curioso como algunas palabras se bastan a sí mismas para contar una historia? Cincuentona es una de ellas. La palabra narra una historia de fronteras negativas que, aunque en proceso de cambio, aun resuena y permea.
El arquetipo de las cincuentonas coexiste con una narrativa reivindicatoria en la que “cincuenta son los nuevos cuarentas” y ser “oldie” tiene su cara “cool.” La mujer del nuevo estereotipo es más Monica Bellucci que Libertad Lamarque y vive más exitosa, asertiva y cachonda que nunca. El mito de la mujer plena de “cierta edad” que desafía a las hormonas y a la gravedad es tan optimista como elitista y comercial; sienta parámetros difíciles de alcanzar y que requieren de miles de pesos mensuales untados e inyectados en la piel, en cuotas de gimnasio y en ropa favorecedora. Sobre todo, me parece que el nuevo ideal impuesto demora un proceso que, de propio, tomará largo tiempo y profundo trabajo emocional: aprender a envejecer con dignidad.
Mi experiencia de llegar y empezar a vivir los 50s no admite el hundimiento del barco de ser cincuentona, ni se parece al prototipo Lâncome de belleza y luminosidad fotoshopeada de Julia Roberts. Mis cincuentas son leales a su cifra; ni son nuevos cuarentas, ni prematuros setentas. Esta nueva década me recibió con mejor salud mental que las etapas que la precedieron, con mayor curiosidad y con creatividad dando codazos para salir. También me recibió con cambios pre menopáusicos poco estéticos e incómodos, con pesadumbres asociadas a mi identidad profesional y con un enfoque hacia la vida que no siempre tiene la serenidad y sabiduría dignas de la edad.
Renunciar a vivir al margen de narrativas imperantes o emergentes no es tarea fácil. En mi caso, empezar a vivir los 50s con apertura, confianza y ligereza está requiriendo habilidades básicas de jardinería: desenraizar ideas preconcebidas y cultivar impresiones propias. Voy descubriendo gradualmente que abrazar los cambios físicos y las preguntas existenciales que acompañan a esta etapa precisan de una buena dosis de conciencia, realismo y valor. Allá afuera hay estructuras sociales, prejuicios y conductas que afectan la forma en que se me ve y trata; nada de eso está bajo mi control. Lo que está en mí es vivir mis 50s como realidad individual y no como sombra o proyección de lo que me dicen que es.